Vuelves y preguntas dónde ha quedado la ternura después del daño.
Temes escuchar que se ha marchado para siempre,
que ya no beso las yemas de mis dedos ni simulo lanzar besos por la habitación de la que parto,
que ya no froto las mejillas sobre el pecho de quien me cuida,
que ya no me tapo la cara con la mano izquierda cuando empiezo a querer a un extraño.
Temes escuchar que al marcharte te llevaste cada gesto con el que admito que no puedo,
que a veces me rompo y guardo amor en todas partes.
Escúchalo ahora:
Si ya no lanzo los besos, es porque he aprendido a plantarlos en labios donde puedo echar raíz.
Si ya no me acurruco sobre el corazón de nadie, es porque ahora me cuido sola.
Y aún quiero a los extraños, pero ya no me avergüenza que lo sepan.
La ternura después del daño ha quedado en los gestos más pequeños.
Donde es primero mía,
luego mía,
finalmente mía.
Y los testigos de mirada aguda pueden verla.
Pero nadie,
nunca más,
aplastarla entre el índice y el pulgar como lo hiciste tú.
La ternura después del daño se camufla, disimula y es más fuerte.
Incluso si eso significa que se esconde un poco.