Ya tenía los ojos cerrados cuando tu nombre se cruzó en mi vigilia. Lo repetí dos veces y conté sus letras: son seis. Recordé nuestros gestos usuales, tu buenos días chiquita. Chiquita es un adjetivo que a nadie más le habría permitido pronunciar en el lugar de mi nombre. Pero significaba tu enormidad y yo te quería eterno y fuerte, como parece ser lo enorme. Hay algo de tristeza en el recuerdo, pero sobre todo hay rastros de algo ajeno y lejano. Como si tú y yo hubiéramos sido el sueño que uno olvida apenas despierta.
¿Cómo te hice costumbre si hoy no te reconozco? Contigo y sin ti son circunstancias a las que el corazón se ajusta. Incluso cuando sin ti parece el lugar más desierto del mundo. No me he podido sacudir la sensación de extrañeza: lo rara que suena tu voz cuando vuelvo a ella, lo ajeno que parece un amor que fue enteramente nuestro, lo lejana que se siente una historia que ni siquiera ha terminado.
Cuando pienso en lo que fuimos la claridad no aparece. Veo un manotazo en la pared, veo la acera donde me senté cuando entendí que no íbamos a estar siempre juntos, veo el color naranja de tus sofás y veo un baile. Sobre todo, veo un baile. Y entonces intento acomodarme a tu ritmo. La evidencia de que tú y yo fuimos es que ahora, aunque bailo sola, mis pies aún siguen tus pasos.
Valeria Farrés