Una vez mi papá me llevó a una playa con la arena tan lisa y la orilla tan plana, que reflejaba el cielo. El suelo era un espejo y uno podía mirar en él las nubes. El atardecer que ocurría en el horizonte, ocurría también alrededor de las sombras que los cuerpos dejan cuando se enfrentan al sol. Me dije que entre el cielo y la tierra hay muy pocas cosas. Que el hogar de los ángeles y el de los seres humanos, tal vez, es el mismo. Que los aviones y los pájaros no son los únicos que habitan la brecha entre las estrellas y las montañas: nosotros también.
Si alguien quisiera escuchar la voz de Dios, le diría que fuera a ese sitio. Porque, si Dios existe, está donde los niños hacen castillos de arena sobre las nubes y los adultos -que nunca buscan las cometas entre el viento- se ven obligados a verlas cuando quieren confirmar que siguen teniendo los pies sobre la tierra. Si Dios tuviera que estar en algún lugar, estaría en esa playa.
Desde hace varios años pienso que Dios es el nombre que le ponemos a lo que nos excede. El hecho de que hay algo más grande que nosotros, no se puede negar. Pero todas las caracterizaciones son cuestionables. Hoy cuento veintidós meses desde la última vez que me arrodillé en mi ventana e intenté rezar: hola, soy yo, ¿estás ahí? Y no encontré señal alguna de que lo estuviera. Me quedé en la misma posición hasta que se me cansaron las piernas y llegué a la conclusión de que estaba hablando sola.
En los últimos dos meses he tenido tiempo para añorar los sitios que usualmente no añoro. Yo, cuando la nostalgia ataca, hablo siempre de los lugares que siento como hogar. Nunca había recordado con cariño un lugar recóndito que visité en algún punto de la vida y al que no volví nunca. No recuerdo haber deseado con tanta fuerza volver a ninguna parte que no sea mi casa. Y esa playa, que ahora extraño, es curiosamente el único testigo de aquella vez que pensé que, tal vez, Dios está en algún lado.
No sé si lo que me hace falta es la arena que refleja el cielo o la genuina ilusión de que exista Dios o la esperanza de que después de la muerte no todo termine. Pero sí sé que todos necesitamos creer en algo. Y que, ahora, cada vez que escucho una sirena no sé a quién le rezo, pero rezo.
Tal vez los que vivimos en este mar de concreto alzamos una plegaria cada vez que pasa una ambulancia. Algunos recitarán la oración de la iglesia, otros mandarán buenas vibras y yo simplemente pensaré por favor que se salve sin saber a quién se lo pido. Yo no tengo la certeza de que Dios esté en la playa, ni podría asegurar que me escucha. Pero he caído en cuenta de que, aunque no lo hago de rodillas, siempre ruego por si acaso.
Valeria Farrés