De los alumnos a los que les sobra luz

Cuando estaba en 4to de preparatoria mi profesor de filosofía me dijo que etimológicamente la palabra alumno quiere decir sin luz. Desde un lugar de admiración le encontré sentido: yo crecí en una escuela donde mentes brillantes exponían sus ideas frente a mí. Viví la educación como el privilegio de tener a alguien capaz de iluminar mis sombras. Sin embargo, mi plan nunca fue educar. 

En ese tiempo la gente me preguntaba, como a todos los adolescentes que se acercan a la vida universitaria, qué iba a estudiar. Al escucharme responder filosofía, se sorprendían y me decían: “¡no hagas eso! ¡solo vas a poder ser maestra!”. Y yo, creyendo que tenía que defenderme de tal afirmación, replicaba que los filósofos pueden ser consultores, escritores e incluso directores de Recursos Humanos. A pesar de que tuve en mi vida a los mejores profesores posibles, había un tono peyorativo cuando me hablaban de la docencia que me hacía sacar las garras y los colmillos. 

Entre ese año y el último de mi preparatoria, durante el verano, Domingo decidió partir de la vida. Domingo, mi profesor de literatura, eligió irse y yo me sentí profundamente abandonada. Abandonada y en deuda, porque me había dicho que no dejara nunca de escribir porque podía ser -si me daba la gana- el futuro de la literatura venezolana. 

Empecé la licenciatura en México y nunca saqué mi nacionalidad caribeña. Los grandes autores me intimidaron y bailé en un constante vaivén con la idea de teclear historias. Yo no estaba segura, ni lo estoy, de poder ser parte relevante de la literatura de ningún lado. Y como para honrar a los muertos siempre es tarde, busqué desesperadamente una forma de decirle a Domingo que lo admiré y, más importante aún, lo quise mucho. O más bien, que lo admiro y lo quiero todavía. A él y a todos los que dejaron huella en mis ideas.

Fue así como decidí ser maestra: desde lo más profundo del alma y con la certeza de que mi mente no era lo suficientemente brillante para iluminar las sombras de nadie. Llegué por primera vez a mi salón con la determinación de que no les llamaría alumnos y -más importante aún- de que no los trataría como personas carentes de nada.

Este es el párrafo en el que las palabras ya no me alcanzan, porque no sé cómo explicar lo completo que sentí el corazón cada vez que di una clase. Durante un año, todos los días quise darlo todo sin interés alguno e invariablemente recibí más. Nunca me sentí suficiente para ellos, pues desde el principio me topé con la paradoja de cómo enseñar filosofía sin reventar nada en el camino. Es decir, respetando su legítimo deseo de permanecer enteros. Porque a mí, en la licenciatura, los cuestionamientos me rompieron mucho y yo no quería que las preguntas les hicieran daño. Todavía no sé si fui capaz de plantearlas sin lastimar. 

Hay muchas cosas que están mal con la educación: la creencia de que los estudiantes le fallan al sistema cuando en realidad el sistema les falla a ellos, la falta de espacio para la vida frente a la excesiva búsqueda de acumulación de conocimiento, la estigmatización de la adolescencia como una etapa de rebeldía ilegítima, los prejuicios sobre los hombros de aquellos jóvenes con el pensamiento libre, el concebir cada etapa como una antesala de otra más importante en lugar de entenderla como un momento con riqueza propia y podríamos seguir… 

Lo que no está mal con la educación -y eso me ha quedado muy claro- son ellos. Ellos: que son seres humanos antes que estudiantes, que traen al salón una luz propia e inmensa, que tienen mucho que decir, que tienen mucho que aportar, que son más abundancia que carencia y que sienten con buena mesura aunque a nosotros nos parezca demasiado. 

Yo quiero que ellos me recuerden como alguien que los concibió como personas completas. Como alguien cuya intención nunca fue forzar conocimientos en sus gargantas sino ponerlos sobre la mesa, como oferta y nada más. No sé si fui una buena o mala maestra, pero sé que fui para ellos todo lo que soy. Y que ya llevo más de un mes llorando por dejarlos. Cumpliendo una promesa para alguien que ya no existe me llené de las preguntas más bonitas de mi historia, de las respuestas más reconfortantes, de los sentimientos más genuinos y de vidas sagradas. Me quedo, sobre todo, con eso: con que respeté y respeto profundamente las existencias de quienes decidieron escuchar mi voz. 

Varios años tarde he entendido que cuando los adultos me decían que no estudiara filosofía porque “solamente puedes ser maestra”, yo tenía que haber respondido que para la felicidad no se ha inventado nunca un trabajo mejor. 

Valeria Farrés

4 Comments

  1. Qué cosa más hermosa Valeria!!!
    Me conmoviste hasta el alma.

    Soy pedagoga, y siento la misma felicidad que describes tú cuando tengo el privilegio de compartir lo que soy y que los otros hagan lo mismo con migo.
    Aprender a “ser con otros” es una fortuna invaluable.

    Soy Gisela Gutiérrez, amiga de tu tía Pilar.

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    1. Hola Gisela! Muchas gracias por leerme. Qué bonito saber que hay tantas personas dedicándose a la docencia desde el amor. Justo ahora estaba hablando con mi tía y le decía que creo que el amor a la educación me vino de su lado. Vaya que es un privilegio «ser con otros». Qué hermosa forma de decirlo. ¡Un abrazo!

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