Gente en la panza

I. La gente se mete en la panza. 

Me negué a atravesar el umbral de la puerta del salón porque estaba convencida de que tantas personas no me cabrían en el cuerpo. Mi piel tendría que estirarse demasiado y me daba miedo acabar tan gorda como la maestra cuyas nalgas se desbordaban de la silla. El abuelo decía que la gente se te mete en la panza: algunos al entrar hacen cosquillas y otros dan dolor de barriga. Pero todos, sin excepción posible, se te pueden meter en la panza. 

A las seis de la mañana me había despertado la negra, obligándome a tomar un licuado de plátano con huevo realmente desagradable. Luego el chofer me había dejado en el preescolar. Yo, que nunca había estado ahí, fui rescatada por un profesor sin pelos en la cabeza. Era él quien insistía e insistía para hacerme entrar: “vamos, no estés asustada, todos quieren conocerte”. Justo ese era el problema. 

De repente una marea de niños desfilaba por el pasillo. Se notaba desde el primer vistazo que eran más los que estaban por acercarse a mi panza que los que estaban más allá de la puerta. Y entonces crucé el umbral. Me quedé justo al lado de la rayita gris de cemento pulido que separaba las baldosas azules del corredor y las baldosas blancas del salón. En un buen rato, y a pesar de la voz dulce fingida de la maestra que me llamaba como se llama a un cachorro, no me moví. Una y otra vez visualicé la escena en mi cabeza: la gorda de la esquina se metía en mi estómago y yo explotaba. Sí: seguro explotaba. 

Los otros al menos eran de mi tamaño. Me senté en el lugar más alejado del escritorio de la profesora y se me acercó una niña de esas que tienen piernas de palito. Por eso no me alejé: estaba segura de que, si se hacía bolita, cabría sin problemas. Abrió la boca y, sin antes preguntar nada, me acusó de haberle quitado el puesto a su mejor amiga. Luego me señaló que mi silla vacía tenía el nombre de la que se había ido, Nadia, y uno no puede andar por ahí agarrando las cosas que tienen los nombres de otros porque eso se llama robar. 

La maestra -ya nada dulce- me regañó cuando me levanté y entonces tuve que confesar todos mis motivos. Empecé por explicarle que no quería quitarle a nadie sus cosas y además quería evitar tantas cosquillas o dolor en la barriga. No entendió lo que dije, por lo que me vi obligada a soltarlo: “es que usted es muy gorda y si no me cabe voy a explotar”. Todos rieron excepto ella, que enfureció, y yo… que me puse a llorar. 

II. Qué bueno que la gente se mete en la panza, porque el abuelo se está muriendo. 

“¿Recuerdas, mi niña, cuando te expliqué que la gente se mete en la panza?” preguntó el abuelo. Claro que lo recordaba. Le tuve miedo a la cercanía hasta el día que entré a primaria y el tutor de grupo me contó sobre algo fascinante: las metáforas. Las metáforas son figuras retóricas que se parecen a los ejemplos pero no son iguales, porque los ejemplos son de cosas que sí existen y las metáforas son mentiritas pequeñas que ayudan a entender las cosas mejor. 

El abuelo estaba enfermo. O al menos eso decía la negra. Después me mandaba a ir a su biblioteca y darle todo el amor de mi corazón para que en su camino al cielo estuviera calentito de tantos abrazos y no diera frío el viento. Iba al salón de los libros y me sentaba en sus piernas, él me leía cuentos que no eran para niños y yo hacía preguntas sin relación alguna porque no había entendido nada. Me las respondía todas, aunque a veces decía que no sabía solamente para “no acabarse mi curiosidad”. 

La idea de perderlo para siempre y quedarme sola con la negra en esa casa de techos altos me ponía triste. Pero no triste como cuando no hay postre después de la comida sino triste como cuando ya ni siquiera eso importa. Dibujé un ángel con su barba y su sombrero negro y otro con mi vestido favorito: el rojo. En el desayuno decidí entregárselo y entonces él soltó: “caray, Danielita, tú todavía no tienes que morirte” -tosió un montón de veces y se escucharon las flemas burbujeando en su garganta- “¿no te parece mejor que te quedes con un pedacito de mí dentro de ti? Puedo quedarme en tu panza y así siempre estaremos juntos”. Yo asentí diciendo: “Abuelo, siempre tienes grandes ideas”. 

Aunque sospechaba que, tal vez, eso era una metáfora, aún me preocupaba un poco quedar gorda muy gorda cuando el abuelo estuviera en ahí metido. Pero yo prefería ser como la maestra que tuve en el preescolar, que caminaba lento cual tortuga por el salón, que como la niña huérfana de las películas que estaba en un lugar espantoso con todos los niños más solitarios del mundo. El abuelo siempre había dicho que la soledad hacía a la gente mala y yo no quería ser así. 

III. La gente, en serio, se mete. 

Un día  estaba recostado en su sofá de cuero desgastado y yo subida en sus rodillas mirándolo justo a la nariz grandota que tanto me gustaba. Fue entonces cuando me atreví a decirle que mi profesor me había contado que las metáforas son mentiritas. Esa tarde le pedí que ya no me dijera esas cosas, porque cuando él se fuera y yo estuviera sola en el mundo, no lo iba a poder encontrar en ninguna parte de mi cuerpo. Él aseguró que eso no era un engaño e insistió en que no me preocupara porque antes de morirse lo iba a demostrar. Desesperada le rogué que lo hiciera de una vez, porque yo no podía estar tranquila sin tener la seguridad de que estaría siempre conmigo. 

“Está bien, Danielita, súbete tantito la blusa, a ver si quepo por el ombligo”. Pensé otra vez que el abuelo no cabría, pero estaba dispuesta a intentarlo. Luego d vi cómo sacó un tubito de carne de su pantalón. Me dijo que le pusiera un dedito en la punta para que pudiera sentir un hoyito muy muy pequeño. “Por ahí yo saco un poquito de mi alma y te la pongo en la panza”. ¡Qué alivio sentí en ese momento! ¡sí iba a caber!

Probamos por el ombligo. Él presionó fuerte mientras me explicaba que sólo tenía que caber la punta del tubito para que se metiera, pero no entró. Luego lo intentamos por la nariz y por las orejas… tampoco sirvió mucho. Estaba frustrada pensando en el futuro de persona mala que me esperaba si no lo lográbamos y me quedaba sola. Fue entonces cuando me dijo: “a ver, vamos a tratar por el hoyito de la pis”. 

Dolió no sólo la barriga sino todo el cuerpo. Lo siguiente que recuerdo es despertar en mi cama sin poder moverme mucho. Al abrir los ojos encontré su mirada y tres pastillas en el buró. “Abuelo, ¿sirvió?”. “Claro que sirvió, Danielita, yo no te defraudaría nunca”. Me dio con agua las tres bolitas blancas, pero no sirvieron de mucho. “No recuerdo tu alma entrando a mi barriga” le dije. “Al cuerpo le toma un tiempo acostumbrarse a la gente nueva, como que no registra las cosas muy bien. ¿Te digo una cosa? Me hubiera gustado que en vez de dolor hubieran sido cosquillas”. 

IV. O te la meten en la panza. 

Poquísimo tiempo después el abuelo se fue para siempre. La negra dijo que lo hizo en paz. Eso calmó un poco mi llanto, pues pensé que seguramente había sido así porque ya no le preocupaba dejarme sola. Aún llevándolo en mi panza, lo extrañé un montón. No fui a la escuela en tres semanas, hasta que una mañana la negra llegó a mi cuarto a vestirme y me dijo que no podía seguir faltando. Cuando le expliqué que todo me dolía mucho como para levantarme, susurró con voz bajita: “es que el corazón bombea sangre a todo el cuerpo, por eso cuando a él le duele algo se siente en todos lados. Ya pasará. Ahora el abuelo vive dentro de ti”. 

Apenas logré subir los escalones de la escuela para llegar al salón. Me senté en mi silla -que ahora sí tenía mi nombre- y pasé la clase entera buscando consuelo. A la hora del recreo la maestra se sentó a mi lado y sacó de su lonchera un sandwich. Le dije que no lo quería porque me sentía mal, así como cuando a uno le parece que va a vomitar. “No lo creo, sólo es la tristeza que nos quita el apetito” me dijo. Pero yo pensé que, tal vez, mi cuerpo aún no se acostumbraba al alma del abuelo y lo quería escupir. Me negué hasta que sonó el timbre del final del recreo. 

A la hora de la salida me sentía débil. Me acosté en una colchoneta azul de las que estaban en el área de deportes y me dormí. Cuando desperté una señorita de bata blanca me miraba con los ojos llorosos. Pensé que seguro ella también lo extrañaba. Por debajo de mi camisa otra persona ponía un gel frío. Pregunté qué me estaban haciendo y entonces la que me miraba me explicó “con esta maquinita vamos a ver tu pancita por dentro nena, no va a doler”. Quise emocionarme pero las fuerzas no alcanzaron. 

Arrastraron un rato sobre mi barriga una cosita de plástico mientras veían una pantalla. Una de ellas puso el dedo sobre una de las muchas manchitas blancas que había. “Ahí está” le susurró a la otra. En ese momento creí que hablaban del alma de mi abuelo, metidito en mi barriga como lo prometió. Al poco tiempo supe que no. 

 

Valeria Farrés

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