Siempre vuelve a ser Domingo

Nunca había visto unos ojos tan tristes compartir rostro con una sonrisa tan grande. Y entonces entró Domingo al salón. A ese momento, le siguieron seis meses de clases en las que mi profesor daba sus explicaciones entregando tanto que uno podía pensar que en cualquier momento se iba a quedar vacío. 

En aquel entonces yo tenía quince años y pocas ganas de sentir. Él, sabiendo lo mucho que me dolía sentarme frente al teclado y vaciar el alma en letras, me decía: “un texto más, señorita Farrés”. Fue así como Domingo me salvó de la persona que nunca quise ser… y era. 

Las ganas de estar viva volvían a mí y a pesar de que los sentimientos disponibles en la Venezuela de ese tiempo eran oscuros, yo quería sentir cosas. Lo que sucede con los países en deterioro es que se les va rompiendo la gente hasta llegar a un punto en el que no parecen dignos de esperanza. Caracas, cada día más, se veía como una ciudad caminada por muertos. Pero incluso ahí, en una ciudad convertida en sucursal del infierno, uno encuentra en quién creer. 

La última vez que entró a 4to de Humanidades, traía un libro para cada alumno. Leí la portada del mío: “Con las mujeres no hay manera” Boris Vian. Y después de reírme de su muy intencionada elección, me di cuenta de que se estaba despidiendo. 

Le pedí que se quedara. Le dije que no se valía enseñarme lo terrible del mundo y después largarse. Respondió que quería irse a vivir a Argentina. Yo molesta y sin saber que la muerte se hacía llamar Buenos Aires, no le dije adiós 

Lo supe una tarde de verano. Con los dedos apresurados llegué a la bandeja de entrada en mi celular y vi su último correo: “Ojalá me puedas perdonar”. 

Luego tuve que volver a los pasillos de mi colegio e imaginarlo en cada esquina durante un año. En la puerta del salón de maestros discutíamos mis textos, en las escaleras me había regalado una revista, y en la cancha… ahí fue donde lo vi el día de fin de curso y en lugar de abrazarlo me fui. 

Pasé un año sin escribir porque sólo sabía hacerlo con destinatario y el destinatario siempre era él. Pero el día de los discursos que dan los graduandos a los  profesores, no pude quedarme callada. Y entonces le dije: “Gracias Domingo. Porque no eras: eres”. 

En ese instante lo volví a encontrar. Entendí que siempre vuelve a ser domingo y Domingo siempre vuelve a ser. Ahora espero el último día de cada semana la inevitable visita de su memoria. Ya no me pregunto si fue valiente o cobarde: hoy sé que la fuerza es un motivo frágil. 

Domingo me enseñó a querer el dolor. No por ser dolor, sino por ser inevitable. De él aprendí que los ojos tristes cuentan las historias más bonitas y las sonrisas que los acompañan son amor hecho cuerpo. 

Iba manejando camino a hospital cuando empezó a sonar una canción que le escribió mi banda favorita. Los versos cantan que no estamos solos y no estaremos solos jamás. Y yo cada vez que coincido con él me siento encontrada. Una persona digna de buscar. 

La vida es un lugar extraño en el que me he topado con sus cuentos en revistas que regalan en salas de espera. En el que de pronto me lo imagino entrando a una discoteca y suelto una carcajada por lo improbable que sería. En el que recibo mensajes de su madre deseándome un bonito día. 

La vida es un lugar extraño en el que sigo escribiendo porque cuando leo mis textos escucho su voz. 

Valeria Farrés

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