Hablé de papá

Hay distancias que se miden en el dolor que causan a quienes separan. Hay familias que se desperdigan e impiden aún la dispersión del amor, logrando que la lejanía no sea ausencia y que la ausencia no sea nunca.

Papá vive a miles de kilómetros, en un lugar habitado por otro gentilicio. Manda al día un par de libros, llama por las tardes, pregunta por mí. No deja de insistir: quiero que seas feliz. “Feliz” es el nombre que le puse a lo que se siente sentirlo cerca.

La distancia enseña a decir “te quiero” antes de colgar. A pasar el día cazando momentos de los que podamos hablar. A reconocer en la casa el vacío que le pertenece al otro: en el que podría estar y al que lo queremos ver volver.

A veces brotan de mi boca sus palabras. Hace algunos años, en mi adolescencia, habría evitado decirlas queriendo ser distinta a todos. Ahora agradezco que mis papás me dieron la posibilidad de no pensar como ellos y aún así en mucho estamos acuerdo. Y es que la libertad no siempre separa caminos: en ocasiones nos hace coincidir. Entonces cobra un sentido que no es mío sino nuestro. Ese sentido me gusta más.

He aprendido a cuidar el encuentro porque hace nacer lugares. Papá y yo tenemos el lugar más seguro del mundo: si dejamos ahí una ilusión no se rompe, si dejamos ahí un sueño no se daña, si dejamos ahí un abrazo no se va.

Hablé de papá y de lo que no se puede perder: no se puede perder la experiencia en sus palabras, no se puede perder la certeza de su cariño, no se puede perder el puerto seguro entre sus brazos, no se puede perder la existencia de su amor. No me puedo perder yo, porque siempre me sabe encontrar.

Hay nortes que duran la vida entera: el mío es él.

Valeria Farrés

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