Después de bajar tres pisos en la morgue, mi papá describió la búsqueda de un cadáver querido como transitar el infierno. Lo recuerdo hablando de los charcos de sangre, los cuerpos apilados y el olor nauseabundo. Una vez encontrado el correcto, lo metieron en un ataúd y lo llevaron a la capilla.
Fue ahí donde lo vi y, sin poder reconocerlo, sentí el terrible impulso de gritarle a todos los presentes que dejaran de llorar, porque no era él. Y es que yo no recordaba a nuestro muerto con la cara destrozada. No era él.
Me quedé callada, porque a los once años ya conocía las reglas de un funeral. Me guardé una sonrisa inmensa en el pecho, porque aunque sabía que no me iban a creer, yo estaba dispuesta a irme esa noche a la cama con la seguridad de que sólo se había ido a Bogotá. Estaba convencida de que seguía respirando y un día iba a volver.
Cuando fuimos a recoger sus cosas para desocupar el cuarto que rentaba, agarré su sombrero favorito. Lo iba a necesitar a su regreso, cuando el sol siguiera izado entre las nubes del mediodía y él quisiera sentarse sobre la piedra de siempre a tararear un vallenato. Lo guardé en el clóset, arriba y al fondo, y juré no usarlo jamás.
La gente me decía cuánto lo sentía y me preguntaba cuánto lo extrañaba. Entonces yo les contaba que entre mis repisas había una foto suya, con un marco muy bonito, en la que salía usando el sombrero con el que me había quedado. Me daban abrazos de esos que escurren lástima sobre uno mientras yo repetía para mis adentros: va a volver, va a volver, va a volver.
No tengo idea de cuánto tiempo me negué a creer que el cadáver era suyo. Lo que sé es que en algún punto de mi esperanza, lo olvidé por accidente. Debo haber despertado sin sentir su ausencia, víctima de un vacío tan vacío que pasó desapercibido a través de mí.
Aquel hombre estuvo guardado entre los deslices de mi memoria un par de años. Hasta que un veintidós a las seis de la tarde, el señor con bata blanca sentenció de muerte a la vida más querida de mi vida, diciéndome que no la podía salvar. En ese momento recordé haberlo olvidado y rogué de nuevo su milagroso regreso porque sabía que era un héroe incapaz de dejar a otros morir.
A las ocho de la noche, se habían ido los dos para siempre. La muerte reciente la creí porque la vi ocurrir. Y la muerte negada la creí porque él no habría permitido que algo me doliera tanto jamás.
Si tuviera que decir cuándo empecé a contar historias, fue ese día. Estaba sola pero creía en Dios. Entonces todas las noches, a la luz de una lamparita, narraba mi vida en papel, para después caminar hasta la mata de mango que tanto les gustaba a los dos y dejar ahí un sobre. En las mañanas, cuando bajaba a revisar si los ángeles cumplían con llevarla al cielo, el viento ya había hecho el favor de hacerme creer que sí.
Vivir una vida que se mide en muertos, hace que se sienta larga. Vivir una vida que se mide en vacíos, hace imposible ser feliz. Pero vivir una vida sin ellos, sería lo mismo que no vivir.
Valeria Farrés