Tengo la costumbre, o al menos la tenía, de cerrar los ojos cuando la luna ya lleva un rato izada en el cielo. Mientras todos duermen a mí me gusta estar despierta y sentirme sola. Porque cuando me siento sola, me siento libre: libre de miradas que a la luz del sol nos alcanzan el cuerpo para exigirnos con pupilas juzgonas todo aquello que debemos ser.
Durante años el insomnio me regaló avidez para estar conmigo y bajo las estrellas poder escribir, pensar, leer, bailar y llorar como si nadie me estuviera viendo. A partir de las doce, después de haberle pertenecido al tiempo todo el día, sentí que el tiempo me pertenecía a mí.
Pero anoche quise llorar y no lo tuve: lo único que sentí mío dentro del cuarto, fue un cuerpo agotado. Como todos aquellos que apagan la luz apenas la posibilidad se asoma, me rendí con la certeza de haber tenido una jornada que no ameritaba memoria alguna. Lo único que me atravesó el cerebro antes de permitir a mis párpados caer fue la pregunta: ¿qué pasa si me siento así para siempre?
Desperté esta mañana sin recordar sueño alguno. Justo en mi garganta guardaba la angustia de ayer: la vida podría quedarse así… insípida, mecánica y jodida. El éxito por el que trabajamos tal vez no nos hará ser felices: nos hará sentirnos satisfechos. Nos podrían quitar el hambre con destellos de una estabilidad reconfortante. Y entonces le habríamos dejado morir el sentido a mañana. La plenitud prometida podría sentirse como palmadita en la espalda que calma sin curar.
La urgencia y la necesidad han ocupado nuestras horas sin dejarle un rato al alma. Y mientras nos debatimos entre navegar o naufragar en este mar de mañanas vacías, la voz de nuestros padres nos acusa de locos sin aspiraciones que sólo quieren recorrer el mundo como vagabundos sin casa.
Cedemos: apostamos por la productividad. Acatamos el plan: nacimiento, crecimiento, educación, trabajo, matrimonio, familia y muerte. Dicen que así debe ser, como si no fuéramos más que engranajes de un reloj que debe girar al tiempo de algo que importa más que nosotros.
Por eso, cuando llegue la noche y quieras llorar pero no tengas tiempo, usa la mañana.
Valeria Farrés
Imagen: Relojes Blandos. Salvador Dalí.