Nos dimos el abrazo más bonito de la historia el día que dijimos adiós. El silencio entre los cuerpos pedía todos los perdones que no supimos pronunciar. El olor de un hogar inalcanzable, nos enseñó que a veces, cuando uno se despide, acepta la disculpa para no tener que olvidar. Que, a veces, cuando uno cree que ama, en realidad sólo se aferra a la costumbre que se siente como casa.
Nos dimos el abrazo más bonito de la historia, porque nos habíamos lastimado tanto que no era necesario llegar al fondo para saber que teníamos quemado hasta lo más cercano a los huesos de la carne, por pedir chispa siendo inflamables.
Teníamos que recuperarnos de la vida: la vida que a veces es puta y se vende por migajas de cariño, sobrantes de algún amor que sí lo fue.
Nosotros nunca nos quisimos, pero vaya que mentimos bien. Con beso en la frente incluido en el paquete. De esos que nos dicen “no son ganas, es amor”. Con mensajes de buenos días y conversaciones de madrugadas tristes. Con las creencias sobre la mesa y las diferencias remediables. Fuimos un engaño estratégico, de esos que quien articula quiere creer.
Pero mira que es imposible que dos almas tan distintas se amen. La tuya abrazada a sus verdades y la mía besando sus preguntas. Sé desde hace tiempo que mi lugar seguro es lo incierto. Y aún así, fui a sacar de un bar a un hombre con fe.
Y tú me dices lo que Dios te dice de mí. Y yo te digo lo que yo me digo de ti. Quedo siempre en segundo lugar, porque ¿cómo voy a competir con el dueño de tu verdad cuando ni siquiera tienes dudas que puedan ser mías?
Todo se resuelve con despedidas. Porque convertirnos en nostalgia es la posibilidad de ser por primera, última y eterna vez, mutuos.
Yo te prometo, aunque no me escuches, soplar una vela por ti. Tú prométeme algo que yo tampoco pueda oír.
Valeria Farrés
Valeria Farrés 