Soñé con mi montaña y desperté llorando. Al abrir los ojos recordé que dí las estrellas por sentado. Me metí bajo el chorro de agua caliente pensando que el alma alguna vez no estuvo herida. Y omití el café porque quería seguir dormida.
No logro bajar el volumen de mis ideas. En esta casa todavía tropiezo cuando camino a oscuras. No puedo llamar hogar al sitio que me lastima los dedos chiquitos de los pies con sus esquinas. Tengo ganas de correr al cuarto de mamá para pedirle que me lleve a cuando niña, porque estoy cansada de repetir en mi cabeza que mi color favorito es el gris sólo para querer a esta ciudad. Yo no quiero que el duelo se convierta en rutina.
La de hoy fue una de esas madrugadas en las que ruego al cuerpo que se rompa y deje escapar al espíritu. Le pregunté a este monstruo de concreto qué hizo con la chiquita libre a la que papá llamaba Valiente. Pero no respondió.
A veces pienso que sólo las estrellas pueden salvarme. A veces pienso que sólo volver puede salvarme. En tiempos de desesperanza le digo a la gente que si la vida no me deja regresar, lleven mi cuerpo a Venezuela y me entierren en mi montaña. Porque si tengo que ser tierra, quiero ser tierra de mi tierra.
Dicen que tengo las ganas que tienen los locos. Que soy irracional. Y yo lo sé: vivo de nostalgia. Pero si hubieran escuchado las risas de los niños en ese lugar, me entenderían. Y si tuvieran guardada en el pecho esta libertad, me entenderían más.
Vuelve la luna, estoy en el tráfico y sigo triste. Pero justo en el semáforo está mi milagro: se llama Juan y le falta una pierna. Siempre tiene una bolsa de dulces y apenas me ve se acerca. “Ya llegó la del acento bonito”. No traigo dinero; sólo la mitad forzada de una sonrisa. Dice que hoy va por su cuenta y saca un puñado de dulces. Lo miro extrañada, y él me explica: “Es que quiero verte feliz”.
Valeria Farrés
Ninjas and onions!!!!
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Entendido pelirrojo
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