En el temblor de hace unas semanas sentí mi edificio balancearse cual barco. No había pasado un minuto desde que la tierra había vuelto a ser firme cuando mi celular se inundó de memes. Vaya… “no pasó nada”. La realidad es que si bien la Ciudad de México no había sido muy afectada, muchos lugares sí. Ya entonces tenía este país gente atrapada bajo los escombros. Y hubo ayuda, pero no la suficiente.
Apenas se había asentado el suelo tras el terremoto del martes 19 cuando se llenaron de fotos y videos mis conversaciones de whatsapp. Esta vez nada de chistes. Esta vez miedo. Esta vez también le tocó a la ciudad. Y ahora sí: ola de solidaridad.
Civiles levantando escombros, abuelas regalando comida, veterinarios atendiendo animales desamparados, gente ofreciendo sus casas, montañas de víveres, universidades suspendiendo actividades, caravanas acudiendo a otros estados, hospitales desbordados de doctores, y más. Mucho más.
Durante estos días he visto el orgullo mexicano izarse con suficientes motivos. He escuchado grandes historias y he presenciado hermosos gestos. Sin duda alguna es conmovedor. A mí también se me pone la piel chinita cuando veo los videos de los rescatistas. Yo también he dicho que México es un país de chingones. Pero tengo una cosquillita en la razón que me indica que ya es hora de poner perspectiva: este país tiembla todo el tiempo y no lo atendemos.
Parece que las tragedias nos hermanan. Sobre todo si las vivimos juntos. El problema es que pocas veces se hacen sentir en tantos kilómetros cuadrados, y entonces ignoramos las del diario. La realidad cotidiana de millones no es precisamente buena: México tiembla todo el tiempo
Tiembla por la gente sin casa, tiembla por la trata de personas, tiembla por la inseguridad, tiembla por el narcotráfico, tiembla por la corrupción, tiembla por el maltrato doméstico, tiembla por el machismo, tiembla por el clasismo, tiembla por la discriminación, tiembla por la miseria, tiembla por las fosas comunes, tiembla por las desapariciones, tiembla por los migrantes asesinados, tiembla todo el tiempo. Y no vengamos con la excusa de que cuando México “está normal” no nos necesita tanto, porque es mentira.
Tal vez es prudente preguntarnos por qué en este país hace falta un terremoto para que seamos solidarios. Tal vez es prudente ver que hay gente en Jojutla que de no ser por los víveres donados por el sismo no habría tenido comida esta semana. Tal vez no está de más saber que tiembla todo el tiempo y no nos damos cuenta porque no nos da la gana.
Esto no es lo más conmovedor que pude haber escrito, ni tenía la intención de serlo. Porque considero pertinente poner sobre la mesa que las emociones colectivas no necesariamente dan para tanto, y que esta ayuda post tragedia nacida en los afectos podría ser corta si no la encaminamos. Una ola de solidaridad es sólo eso: una ola. En cualquier momento abandona la orilla.
Hoy quiero decir que aunque también me siento orgullosa de lo que se ha hecho en los últimos días, no estoy dispuesta a usarlo de bandera para eximirme de toda la responsabilidad social que dejo a un lado cotidianamente. Que no por hacer algo esta semana estoy exenta de ayudar la semana que viene. Ojalá permanezca la unidad, la capacidad de ver a los demás y las sonrisas anónimas en la calle. Pero no podemos limitarnos a desear que perdure este sentir e ignorar el deber racional.
La esperanza de un pueblo que se une en momentos de crisis podría ser arrasada por el regreso de la cotidianidad. El sentimiento podría ser insuficiente. Así que aunque comparto la moción no me conformo.
Creo que estamos frente a una oportunidad: estos eventos pueden reconfigurar en cierta medida la conciencia y la realidad social. Sí es viable un cambio. Pero entendamos que primero debemos establecer las metas colectivas y luego trazar las líneas de aporte particulares. Porque de no ser así, las intenciones y los afectos de cada quién nos llevarán a resultados azarosos que no necesariamente serán los mejores. Hay que saber gestionar voluntades. Hay que elegir un norte para todos.
Este es un buen momento para comprometernos con México. Para unirnos a una fundación y hacer voluntariado frecuente. Para establecer una relación de apoyo con esas comunidades que conocimos al llevar víveres. Para elegir hacer algo más que las horas de servicio social universitarias. Para buscar cómo atender las realidades grises de nuestro país. Para mantenernos congruentes al decir que los mexicanos somos chingones.
Porque tal vez lo mejor no es seguir fuera de la normalidad para reconstruir, sino hacer surgir una nueva normalidad constructiva, constante, consciente y solidaria. Estás invitado.
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