Ser revolucionario en un país donde la revolución dañó tanto es difícil. Mi profesor me dijo una vez que “está bueno quejarse, pero a veces hay que proponer”. Venezuela hizo que la palabra “revolución” me revolviera el estómago y el color rojo me hiciera temblar.
En algún punto de nuestras vidas, cuando en nuestras cabezas hay un remolino de argumentos e ideas contrastantes con la realidad, cuando el mundo nos hace demasiado ruido y gritar parece la forma de callarlo… queremos ser revolución. Queremos reclamar y reformar. Queremos cambiarlo todo.
Mi problema es que justo en ese momento, me tocaron las mañanas frustrantes de periódicos y las noches resignadas de noticieros. Mi problema es que en mi país el desorden era un intento fracasado de ordenar, y el éxtasis de renovación destruía todo a su paso. Un hombre llamado Hugo Chávez vestía gente de rojo: a los que lo querían con camisas y a los que no con sangre. Eso era revolución.
Ser revolucionario en mi país, implicaba comulgar con la destrucción. Hoy Hugo está muerto y Venezuela en agonía. Hoy los reclamos y las reformas se convirtieron en la excusa de los ladrones y el engaño de los inocentes. Ahora el poder se queja de la queja y la derrumba con oídos sordos. Ahora el poder le hace la guerra a una guerra que no existe. Y todo pierde sentido. Y todo pierde camino. ¿Qué destruyes cuando ya no queda nada? Parece que sólo hay cenizas, que la ciudad es una ruina y la esperanza un recuerdo.
Por eso no soy revolucionaria. Sigo aquí intentando entenderlo todo, intentando vestirme de blanco, intentando mantener la fe. Y entonces me repito: nos jodió pensar que todo lo anterior estaba mal, nos jodieron las ganas de destruir un legado incompatible con una nueva creencia… nos jodió la revolución. Por eso no seré revolucionaria.
Qué difícil entender que el fuego no se apaga con más fuego, que el caos no se resuelve con caos, que la revolución no termina con revolución y que el odio no acaba con el odio. Qué difícil no recurrir a la pólvora y al plomo. Qué difícil dejarnos morir para no matar.
Llega la duda otra vez. ¿Será que se venden los políticos? ¿Será que el diálogo enmascara corrupción? Puede ser. Y entonces ya no confío y quiero hacer algo. ¿Qué camino se toma cuando se quiere retroceder y ya no hay ayer? ¿Qué camino se toma cuando se entiende que el pasado no vuelve y se busca un futuro que no se conoce? ¿Qué camino se toma cuando las opciones son abismos distintos pero abismos al fin?
Parece que Venezuela no le pierde la fe a a la paz porque le teme a la guerra. No está mal. Pero entre la paz y la pausa existe una línea demasiado fina. Nos quedamos quietos y esperamos porque nuestra reserva de “cosas que perder” está tan vacía como los anaqueles de nuestros supermercados. Nos quedamos quietos y esperamos porque el miedo no da paz…da pausa. Tal vez no se necesita miedo sino razón. Tal vez se necesita que Venezuela no le pierda la fe a la paz, porque entiende que la solución no es la guerra.
“Está bueno quejarse, pero a veces hay que proponer” y ahora es una de esas veces. Escriban, publiquen, hagan… propongan. Va a llegar el día en que los venezolanos dejen de tumbar y empiecen a construir. No es tiempo de volver al pasado ya conocido, sino de ir al futuro desconocido. El camino se llama presente. La pausa muere cuando dejas de esperar la idea y empiezas a buscarla.
En mi frustración le escribí una carta a Chávez. Le dije que no quiero ser como él, y que por eso no lo odio. Le dije que no quiero hacer lo que hizo, y por eso lo respeto. Luego le pedí una cosa: “a mi revolución quítale la `R´”. Porque ser evolucionario en Venezuela es necesario.
Valeria Farrés