Tenía un año y medio la primera vez que peleé contra el mar. Cuenta mi mamá, que me senté en la orilla a hacer un castillo; al cabo de un rato la marea subió, y lo destruyó todo. Me tumbó una ola. Entonces, yo me levanté y le grité: ¡oye! El mar me tumbó una y otra vez. Y durante 40 minutos, yo le grité: ¡oye!
Creo que estuve tanto tiempo siendo revolcada por las olas, que me las tragué y las llevo dentro, porque me sigo peleando con ellas. Yo no recuerdo ese día. Sólo sé lo que mi mamá me contó. Pero aunque no recuerdo ese día, lo vivo a diario.
Me da rabia que las olas me tumben. Pero no me quito, porque las quiero entender. He descubierto, con los años, que la explicación de una ola, suele dármela otra que llega después, mientras me trago su sal. Y está bien. Hay quien aprende a surfear, y se eleva sobre su ola divisando el horizonte. Pero yo ya me tragué mis olas: mis horizontes los llevo dentro.
Hay cierto encanto en ser revolcado por la vida. Y es que el horizonte que vemos por encima de las olas, es más corto que el horizonte que existe bajo el agua. Es cierto que el agua salada no nos deja abrir los ojos para ver con claridad. Pero no siempre se trata de ver el horizonte. A veces, lo bonito es estar en él.
Cuando me enredo en una ola, no puedo respirar. Y mientras pasan los segundos, me desespero, porque sé que si no respiro me muero. Llego, casi siempre, al punto de sentir que ya no puedo más solamente porque sé que no tengo branquias. Al final, es la misma ola la que me lleva de vuelta a la superficie y me deja tomar una bocanada de aire… suficiente para sumergirme una vez más. Pero antes, grito ¡oye!
El mar que llevo dentro es muy mío. Es muy mío y muy invisible. Los que están a la orilla, viéndome pelear, sólo escuchan mi ¡oye! Y nunca jamás ven mi mar. Mi ¡oye! Es este. El mar que llevo dentro es salado, e iguala sus horizontes a los horizontes de mi alma… si es que el alma tiene tal cosa.
Tengo que pelear con mis olas. No es opcional mover mi castillo, porque mi castillo tiene la forma de mi silueta, y se construye con huellitas de niña de año y medio, que se levanta a la orilla de la playa que es la vida. Mis ladrillos son las palabras que alcanzo a escupir entre ola y ola, que los bañistas de alrededor oyen con ternura y yo grito con pasión.
La gente me estaba viendo. Y la gente me está viendo. Yo también los veo: los veo surfear mientras yo me hundo, los veo tomar el sol mientras yo trago sal. .. es porque entienden. Yo no. Yo no entiendo ni quiero entender. Porque lo que ellos entendieron es que no pueden entender. Que las olas volverán al lugar de donde vienen. Que las olas volverán a lejos. Y ellos no se quieren tragar nada de eso. Ellos no quieren llevar la ola dentro. Pero yo estoy segura, de que al otro lado del horizonte, alguien se traga la ola que se fue de mi orilla.
Sé que hay alguien que escucha: por eso grito. Y si nadie me escucha yo me escucho. Cambio el tiempo de mis verbos, y digo “escuchará”. Mi mamá, decidió dejarme tragar olas saladas cuando tenia un año y medio. Mi mamá, decidió dejarme llevar dentro el mar. Ella me escuchó decir ¡oye! Una, dos y mil veces, sabiendo que el volumen de mis gritos sería tan alto como la cantidad de olas que me sentaran en la arena aquella tarde. Ella me dejó saber que tengo voz.
Y luego, me vio levantarme. Y luego, me vio crecer. Los años me han traído más olas. Los días me han respondido dudas. Pero mi mar cambia todos los días, trayendo a mi orilla de vez en cuando palabras de aliento, de vez en cuando una risa burlona. Yo escribo en mi arena ¡oye! y luego una ola lo borra, dejando espacio en la playa para que pueda volver a escribir. A veces tengo prisa, y anhelo la llegada de la siguiente, porque me parece urgente poder tener algo que gritar de nuevo. A veces vivir, me parece urgente.
Si viviera para el fin, viviría para morir. Prefiero vivir para el mientras tanto. Porque la pregunta que me hago antes de ir a dormir, no es “¿puedo vivir sin decir esto?” sino “¿puedo morir sin decir esto?” Y la respuesta es no. No puedo morir sin mis olas. No puedo llegar al final, con la arena en blanco.
Eventualmente tengo que mirar la orilla, y ver que las palabras que escribí duran un poco más que los segundos entre una ola y otra. No puedo morir sin que el mar escuche mi ¡oye! Eventualmente de mi mar habrán nacido palabras, porque mis olas me habrán revolcado suficientes veces.
Cuando caiga la noche, y una niña de año y medio duerma en los brazos de mamá después de una tarde agotadora de gritarle al mar ¡oye!… La marea habrá bajado.
Valeria Farrés