“Te pedimos por la familia pequeña, mediana y grande”. Eso decíamos todas las noches cuando rezábamos con mi mamá. Vivíamos en Caracas. Y con “vivíamos” me refiero a la familia pequeña: mamá, papá y hermanas. Cada verano, nos levantaban en la madrugada para tomar un avión con destino a México. Con destino a “origen” para mis papás; con destino a “desconocido” para mi.
Cada verano, yo tenía familia mediana: abuelos, tíos y primos. Abuelos que no conocí mucho. Tíos que hoy conozco bastante. Y primos… ahí hay de todo. Una semana cada verano, yo tenía familia grande: tías abuelas, tíos segundos, primos segundos, terceros, cuartos, lejanos-muy-lejanos pero familia. Los tenía cada verano, y rezaba por ellos cada noche. Los tenía siempre, pero los tenía lejos.
Mis primeras despedidas fueron desde ahí: fueron desde lejos.
Estaba en la sala cuando sonó el teléfono. “Niñas, hagan silencio que es llamada de larga distancia”. Mi mamá le pasó el teléfono a mi papá. A él le tembló la voz. A ella se le borró la sonrisa. Yo me escondí atrás de un sofá con Miel, mi perrita. Papá nunca lloraba y yo tenía miedo. Lloré porque él lloró. Era Abu: el señor que comía pistaches en el sofá de la casa de México. Fue culpa de una cosa llamada cáncer, y de los cigarros. Estaba muerto.
Un día la abuela de Tijuana llegó a Caracas a vivir con nosotros. Ella ya no se pintaba la boca de rojo ni usaba faldas, como cuando nosotros llegábamos a vivir con ella en el verano. Mami Cookie estaba enferma. “Es porque ya es viejita”. Pero así, enferma, se sentaba muchas horas y miraba el picadero donde yo pasaba mis días entre los caballos y los perros. Cuando subía a la casa, llena de sudor y tierra, Mami Cookie me decía cosas lindas. Luego se le olvidaba mi nombre, y peleaba con mamá. Escupía las pastillas, le ponía sal en lugar de azúcar a las galletas y veía fotos. A veces nos contaba de su admirador que pasaba en bicicleta a dejarle flores en la ventana de su cuarto, que quedaba en un piso 14. Era una locura muy bonita. Era locura de cansancio, porque la abuelita había vivido mucho. Cuando amaneció sin respirar, mi mamá dijo “si quieren denle un último beso”. Y mis labios tocaron su piel fría y arrugada una última vez.
Nunca pude hacer nada por nadie. Nunca estuve a cargo. Estaba en paz, aunque no entendiera motivos.
En cambio, cuando murió Marqués, el caballo de mi mamá, se sintió como mi culpa. Lo encontré en su cuadra tirado en el piso. Los caballos casi nunca se acuestan de día. Él no se quería levantar. Yo sabía bien lo que eso significaba: cólico. Le rogué que se parara, caminé horas con él, lo inyecté, llamé al veterinario. Subí. Bajé. Juro que lo intenté. Recuperé un poco la calma cuando entró por el portón la pick-up del doctor, y en cuestión de minutos él “le puso fin al dolor” de mi Marqués. Lo mató. “No le va a doler. Se va a quedar dormidito”. Era 22 de abril. Yo no quise ver. Yo no me atreví a estar. Yo corrí por mi yegua a las caballerizas. Yo me fui. Yo estaba a cargo. Nunca pregunté donde lo enterraron. Dije adiós desde lejos. Aunque lo había tenido siempre cerca.
De Landauner me despedí todos los días de su enfermedad. Cada vez que lo veía cojear y pensaba en sus tratamientos sabiendo que de nada servirían. Me despedí todos los días, menos el día que lo curaron de su vida. También lo mataron. Lo matamos. También era 22.
Con Caballero fui valiente. A mis 17 tuve el valor de amarrar un collar de piedra caliza en forma de corazón a sus crines; y de decirle adiós. De darle un beso en el hocico, de mimarlo una vez más… y de decirle adiós. Había gente mirando. Y lloré. Lloré porque me dolía a mi perderlo a él. Aunque hubiera gente mirando.
Cuando mi Yaya se fue, lejos también, el llanto dio cabida al alivio. Hacía ya demasiados años que se iba olvidando de sí, día con día y noche con noche. Tenía Alzheimer. Nunca sabíamos qué tanto quedaba dentro de ella. Sin embargo, nunca dudamos de su alma. Porque aunque se le olvidó todo, incluso cómo comer, ella nos sonreía. Fue lindo decirle adiós.
Miel, con quien lloré tantas despedidas, se empezó a ir en verano, estando yo en México desconocido, con familia. Mi papá llamó, y me dijo “Se está poniendo muy mal. Llegas en cinco días. Tal vez te espera”. Cuando llegué se acurrucaba en las esquinas de la casa, temblorosa. La cargué. Cuando yo era chiquita, y ella grande, no se dejaba cargar. Creía que yo la iba a dejar caer. Pero luego ella era chiquita, y yo grande. Se dejó cargar. Me esperó. Dije adiós.
“Nosotros nos quedamos, ellos son los que se van. A nosotros nos duele, ellos son los que están en paz”. Es verdad, excepto cuando se trata de una ciudad. Le dije adiós a Caracas. Yo me fui y ella se quedó. Me dolió a mi. “Es verdad, excepto cuando se trata de una ciudad”.
Cantador se fue y yo estoy lejos. Lejos definitivamente. Vuelvo a decir adiós desde lejos. Adiós a aquellos que ya no tengo cerca, pero siempre tengo aunque lejos. Me despido yo sin que ellos lo sepan. Sigo llorando escondida atrás de un sofá… o debajo de un edredón. ¿Quién sigue? Todos los días me despido de mi. De trazos de amores, ideas y sueños.
Todos los días me despido de mi.
Valeria Farrés