“Este es el caballo más bonito del mundo” – dijo mi papá cuando nació el hijo de mi yegua- “Le vamos a poner Cantador, por el corrido que me cantaba mi mamá de niño”. Y Cantador fue el caballo más bonito del mundo.
Mientras lo veíamos galopar en el potrero Cachete decía “es alazán tostado”. Luego Cachete murió. Yo tenía once años. Y entonces me quedé con una cuadra llena de corceles, y un potro alazán tostado que alguien tenía que arrendar.
Mi papá propuso mandarlo a otra finca, y que alguien que tuviera experiencia se hiciera cargo. Pero Cantador era hijo de mi yegua, y Cachete ya no estaba. Era mi turno: mi turno de apretar cinchas sola y aguantar reparos. Tocaba crecer.
Y fue así como a los once, arrendé mi primer caballo, con paciencia y cariño, la única fórmula que existe para construir un binomio. Y era el caballo más bonito del mundo.
Trabajamos juntos siete años. Paseamos niños, subimos la montaña y sanamos almas. Una, dos y tres horas. A pelo, con silla, con brida, sin brida… siete años. Relinchaba fuerte su canción. Le subía a los niños al lomo y yo corría para que me persiguiera… nunca dejó de taparme el sol de mediodía con su sombra.
Los años de nobleza de mi alazán tostado, me dieron orgullo. “Este caballo lo arrendé yo”. Y mi nombre se sentía firme sobre los cimientos de sus cascos. Le ponía melaza a su freno, para que le agarrara gusto a las cabalgatas. Íbamos juntos a la colina en la temporada de mangos, y yo me paraba en su espalda para agarrar los más amarillos de las copas de los árboles. Cantador agarraba los que habían caído al piso y se los metía completos en el hocico. Treinta segundos después escupía la semilla. Nos despedimos juntos de muchos soles, y regresamos a las caballerizas con la luna alumbrándonos el paso. No me alcanza la memoria para contar cuántas veces regresamos empapados de pasear bajo la lluvia, sin apurar el trote al mojarnos, recordando la frase de cachete: “Si usted no es de azúcar, un agüita no me la va a deshacer, vaya y busque a su bestia que nos vamos a cabalgatear”.
Cuando se me murió Marqués, saqué su freno del sillero y lo puse en mi cuarto… se llevó mi infancia. Cuando se me murió Landauner, me quedé con una de sus herraduras: se llevó mis primeros saltos. Cuando se me murió Caballero guardé su brida en mi baúl, se llevó mi agradecimiento. Y se me fue mi Cantador estando yo muy lejos, sin que le pudiera decir adiós o darle un beso en el hocico. Tengo en la pared colgada su pechera. Él se llevó mi orgullo.
“Dios necesitaba un pegaso más” me decía mi mamá cuando le preguntaba por qué se los llevaba al cielo si yo los estaba cuidando lo mejor que podía en la tierra. Pero por más que me lo recuerdo, me sigo molestando con él cuando me los quita. Aunque sé que mi mamá diría “mejor dale gracias por habértelos prestado”, cuando se me van ,se me sigue atorando el por qué en la mitad del alma, y me la rompe un poquito más.
Si algo he aprendido entre despedida y despedida, es que el vacío del alma es el aliento del recuerdo. El dolor no se va, sólo aprendemos a vivir con él. Y cuando llega un nuevo ángel de cuatro patas, el alma crece y le da espacio. Si algo he aprendido de tantos adioses, es que es inevitable volver a amar y volver a llorar cuando el calendario marca sus fechas.
Cantador era el caballo más bonito del mundo… y ya no está. Pero ahora es el recuerdo más bonito del mundo.
Valeria Farrés
¡Cuanta belleza hay en tus letras! Se tiñen de melancolía, pero haces pensar en que lo bonito de la vida no es la ausencia del dolor. Lo bonito es vivir, y atesorar tan bellos recuerdos.
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¡Muchísimas gracias!
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