Era atemorizante. Se paseaba por el infierno con una tranquilidad que abrumaba. Venezuela: la que vendió el alma por una paz.
Le ofrecí el cese de la violencia, y ella aceptó. Le ofrecí muy poco para lo que su alma valía, y ella aceptó. Ascendí a la tierra, sólo con el propósito de obtener el alma de una adolescente vulnerable, cuyo dolor punzaba en lo más profundo del ser. Nunca había visto tal desesperación, y peor aún, nunca había visto tan peligrosa esperanza.
Se le veía en paz, aunque nadie encuentra la paz cuando arde en el fuego del vacío, nadie es feliz en el infierno, pero ella se veía feliz.
Fue a finales del ano 2014, si hablamos en tiempo humano. Habían sido muchos los caídos y la tortura era tanta, que el usual placer que me causa el dolor, comenzaba a repugnarme. Rostros afligidos y miradas lastimadas. No podía dejar de pensar a la joven que albergaba tantos sucesos. Fue entonces cuando subí a ofrecerle un escape. Le ofrecí la muerte, porque (extrañamente) yo no la quería ver sufrir por los suyos. No aceptó. Prefería seguir viva en constante agonía, que muerta en perpetua traicionera plenitud, se negaba a abandonar. Le ofrecí un magnicidio, contra todos aquellos que causaban dolor a un venezolano. Ella respondió “esos también son mis hijos, no los quiero ver morir”. Venezuela empezó a desesperarme, pues no aceptaba mi bondad (que cabe destacar, muy poco utilizo). Entonces le ofrecí, para que viera que las otras opciones eran mejores, algo realmente cruel: venderme su alma y bajar conmigo al infierno. Ella aceptó. Para mi sorpresa, eso fue lo que quiso.
Al llegar se sentó, frente a una de las ventanas, a ver a los suyos. Aguantaba el hambre y el calor que llagaba su piel constantemente. Una vez a las 24 horas le tocaba asomarse, y ella, conforme con verlos vivir por primera vez en tanto tiempo, sonreía. Su gente estaba a salvo. La pasión le engullía los ojos a la adolescente. Parecía que la imagen le regresara el alma. Cosa que era imposible: su alma estaba en un frasco, no junto a los otros, sino en mis manos siempre.
Ella. La única patria que se había vendido en la historia de la desagradable creación. Pasó mi tiempo, pasó su tiempo, y ella seguía allí. Esperando con paciente ilusión la oportunidad de asomarse a ver a sus hijos. Cada vez que era su turno, sonreía por miserables y breves instantes.
Mientras tanto, su tierra estaba en paz. Una paz dudosa, pues la paz no debe ser comprada para que sea real. Los beneficios que da aquel de terrible nombre brinda a los que hizo a su semejanza, no se compran. Pero la paz que yo les doy, que no es la misma paz, pero lleva el mismo nombre, sí se compra… a mis precios.
Me sentía extraño cuando la veía, pedí que la encerraran en otra habitación, alguna de las que nunca visito. Aguanté pocas horas sin verla. Su imagen alimentaba ese lado de mi que no me gustaba saber que tenía. Pero se sentía bien. Mandé a que la llevaran de nuevo al sitio donde siempre la veía. La sensación me desbordaba cuando le tocaba asomarse. Ordené que no se lo permitieran y poco a poco dejo de sonreír. No soporté verla así, con los ojos mojados.
Entonces comprendí, que mi enemigo había ganado la lucha. A mí, Lucifer, me había atacado el peor de los males: me había enamorado.
Valeria Farrés