Azul

Cuando le dijeron que iba a morir, porque su enfermedad era terminal, empezó a buscar la eternidad. Le temió una vez más a ser vacío, una vez más a ser nada. Se asustó, lloró, y se sorbió los mocos de manera escandalosa, en una fría habitación azul de hospital. Vio el techo, escribió mil cosas por hacer, y se propuso a disfrutar lo que podía antes de que llegara el final. Más tarde, se negó a creer en el final. Se quiso aferrar a la trascendencia como humano. Porque nunca nadie le dijo que se iba a transformar.

Despertó a media noche, y se dispuso a pensar sobre la vida. Pensó que dejaría de existir pronto, como erróneamente lo piensan todos; pensó en lo irrelevante que había sido su supuesto paso por el mundo, que evidentemente no era paso; pensó en lo poco que había hecho, sin darse cuenta que siendo nadie había sido alguien, que la historia era otra y que ella era parte del infinito que desconocía en su mayor parte. Pensó, pensó y pensó dentro de sus principios y sus finales. En su nacimiento, en su tiempo, en su lugar y en su muerte.

Creyó que era todo, que no había más. En la madrugada entró una enfermera y la trató como finita, y la trató como limitada y la trató como se trata a aquellos que están por dejar de ser a ojos humanos. Y se compadeció, porque ella también le temía al vacío y ella también le temía a la muerte. Y ella también se aferraba al limitado pedacito de existencia que es la vida para todos nosotros. Y ella también creía que cuando se muere se deja de ser. Y ella también y también y también.

Y todos, fuera de la habitación azul, pensaban que nacer era el principio y morir era el final. Y todos los bata blanca en la maldita edificación que ocupaban se sentían, aún más que los que no llevaban su nombre bordado sobre algodón en el pecho, dueños de la existencia. Porque creían que solo viviendo se existía. Porque creían, en serio creían, que nacer y morir eran el principio y el final.

El mundo gira y gira y gira y no hay nadie que diga cuándo empezó y cuándo va a terminar. Y no hay nadie que tenga que decirlo y no hay nada que indique qué debe hacerse en el infinito eternamente. No hay ni principios ni finales, todo cambia: eso es todo. Sin embargo los doctores del recinto azul pretenden traer principios y atrasar finales. No hay principios ni finales

Ella, haciendo una lista de por hacer, preparándose para un dejar de existir equivocadamente anunciado, condoliéndose de sí. Porque la hicieron pensar que dejaría de existir, porque la hicieron pensar lejos de lo que es, porque le quisieron forjar la fe como único camino a la felicidad. Porque nadie le dijo que ella nunca iba a dejar de existir, que simplemente iba a cambiar.

Y todavía nos preguntamos por qué somos miserables. Con la evidente respuesta en nuestras narices, con un miedo infundido enfrente. Con un pensar que las cosas terminan rodeándonos. Solamente porque no recordamos eternamente, creemos que no seremos eternamente. Y duele, duele, duele.

Y ella, una más, en una habitación azul, no supo ver que seguiría siendo. Y sufrió de manera innecesaria. Y ella, en una maldita habitación azul agonizó. Pensó hasta la muerte, vivió, siguió siendo en su forma humana, con un dolor estúpido que ni el infinito ni la eternidad necesitaba. Y ella temió, porque le dijeron que fue creada y que sería destruida, porque le mintieron. Y ella vivió ahí, sus últimos momentos de persona, temblorosa, creyendo que era el fin. Creyendo que el punto que ponemos al terminar de escribir es cierto, y que porque lo llamamos final da final. Porque le dijeron que su existencia acababa. Y murió, y siguió siendo. Aunque dejó de estar en azul, azul, azul.

Valeria Farrés

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