Sentí muy claro el choque contra el suelo, la mayoría abrió los ojos y un par de voces se atrevieron a sonar. «Malditos, no valoran a la gente». Nos trataban como si fuéramos ganado, sin delicadeza alguna. El chillido de los frenos me aturdía y la cabina apestaba a vómito. Me levanté y miré a través de la ventana. El sol empezaba a calentarnos tras un viaje helado. Estábamos en plena ciudad, en plena autopista vacía. A nadie le importaba.
Toda pizca de esperanza en mí se desplomó, como una golondrina cuando una flecha la alcanza. El Ávila estaba enterrado debajo de un montón de ladrillos y láminas de zinc. Solo divisaba cadáveres deambulantes y escombros, pellejos de perros a la orilla de la autopista y a unos pocos metros el cuerpo desplumado de un ave. Había llegado al infierno… un infierno que antes llamaban “sucursal del cielo’’.
Un autómata sin prendas, negro y huesudo se acercaba casi a gatas hacia donde estábamos nosotros; agachado con un miedo violento y una mirada dolorosa. Se quedó en cunclillas viéndonos y guardando una distancia prudente. Pasaron unos cuantos minutos eternos. El guardia, que había estado durmiendo todo el trayecto en la puerta del avión, se despertó y a la vez que se limpiaba el hilo de saliva que escurría entre sus labios secos, anunció que habíamos llegado al valle y se dispuso a abrir la oxidada puerta de la nave de carga. Bajamos uno por uno las escaleras, cabizbajos.
En plena autopista Francisco Fajardo habíamos aterrizado, se divisaban desde ahí un par de estructuras deshechas de viejos edificios. Hacía 20 años que el régimen había comenzado. Oí gritos, llantos y sollozos… pero no los quise escuchar. La gente comenzó a dispersarse. Mientras se alejaban podía ver las piedras afiladas que escondían tras sus espaldas, listos para cazar. Apenas mis pies tocaron el asfalto ardiente, me llegó un olor a sangre. Mis ojos, sin preguntar antes a mi voluntad, siguieron una tira roja, alargada y espesa hasta llegar a un tumulto de piel y huesos astillados bajo la llanta delantera de la aeronave. Parecía un contorsionista quebrado. Pude ver su tráquea; tenía en cuello desgarrado y la mirada desorbitada. Aún así en sus ojos vi más de paz que los de los vivos. Sentí culpa por el pasado que desencadenó esta tortura. Nadie se alarmó.
Me habían cautivado tras una década y estaba de vuelta en mi selva, en mi infierno. “Orillen ese cadáver que me va a joder al despegar’’ escuché. Caracas y yo nos sentíamos una vez más. Estaba en el lugar del hambre, la muerte y el dolor. Había llegado a la ciudad de la memoria y la nostalgia… una ciudad que sin duda alguna parecía un asqueroso recuerdo estático en el tiempo. Mi ciudad.
Valeria Farrés